En
primer lugar, quiero pedirte disculpas por la tardanza de mi carta, he de
confesarte que hasta este momento no había conseguido reunir la fuerza física
ni el ánimo necesario para escribirla.
La
noticia de tu fallecimiento me cogió por sorpresa, nunca imagine que los
acontecimientos fueran a precipitarse tan rápidamente y de una forma tan
trágica. Tal vez por este motivo, al enterarme, me estremecí de pies a cabeza
y los pilares que sostenían mi pequeño universo se vieron sacudidos con tanta
violencia que todo a mí alrededor pareció derrumbarse. Me sentí confuso y
perdido. Lentamente mi alma se fue sumergiendo en un mar de oscuras tinieblas
y, a su vez, mi corazón se llenó de tanta amargura y tristeza como nunca antes
había experimentado en mi vida.
Más
de una vez, aquella mañana, pensé que la vida carecía de sentido. Mi mente no
era capaz de soportar tanto sufrimiento, ni mucho menos comprender la
irracionalidad de la existencia. La cabeza me dolía y me daba vueltas. La
angustia atenazaba mi pecho, mientras un grito ahogado batallaba inútilmente
por escapar de mi garganta para hacerse oír, intentando poner voz al enorme
dolor que desgarraba mis entrañas. Una sensación de odio irrefrenable se fue
apoderando de todo mi ser, haciendo crecer en mí interior un enorme deseo de
venganza contra esa fauna hospitalaria indolente y miserable (médicos, enfermeras y demás seres abyectos) que (salvo
raras excepciones) nunca te trató con el debido respeto ni la consideración
que merecías.
Tal
vez, por eso, el recuerdo amargo de tu muerte, tanto despierto como dormido,
todavía me exaspera y me indigna, por el lamentable y desafortunado trato que,
en incontables ocasiones, tuviste que soportar del personal sanitario. Dios
sabe, cuantas veces tuve que reprimir mi talante visceral e irreflexivo,
mordiéndome la lengua hasta hacerme sangre para no expulsar a latigazos de tu
habitación a esos mercaderes blasfemos y paganos disfrazados de enfermeros/as,
que tanto te hicieron sufrir inútilmente.
Pero
bueno, recuerda lo que decía Johann W. Goethe, <<Quién hace el bien desinteresadamente siempre es pagado con
usura>>. Afortunadamente, eso nunca te importó, dar la felicidad y
hacer el bien al prójimo, sin esperar nada a cambio, se convirtió, desde edad
muy temprana, en tu única ley, la verdadera razón de ser de tu existencia.
Según
transcurría el día, la tensión acumulada empezó a dejarse sentir y, una extraña
sensación de abatimiento comenzó a apoderarse de todo mi ser, sumiéndome en un
profundo estado de desesperanza. Sólo al amanecer, cuando el sol comenzaba a
despuntar en el horizonte, pareció como si de pronto me volvieran a asaltar las
dudas y contradicciones de la mañana anterior, pero ahora con mayor intensidad.
En
mi interior se había desatado una fuerte controversia, una turbulenta tempestad
de sentimientos encontrados, donde mi cabeza y mi corazón contendían
acaloradamente por imponer su sentir. En cualquier caso, era una lucha enconada
pero incruenta, donde no habría ni vencedores ni vencidos, sólo un alma rota,
vacía y confundida por un fatal golpe del destino. Por un lado, mi mente
trataba de imponer la lógica, pretendiendo convencerme de que, lo sucedido era
lo mejor que podía ocurrirte, puesto que los médicos habían dado por “perdido el combate” hacía tiempo, como
habían demostrado en múltiples ocasiones, con su desinterés, su mala praxis y
su incapacidad manifiesta. Por eso, mi cabeza, en un intento desesperado, por mitigar
el terrible dolor de mi alma, trataba de convencerme, sin éxito, que en esta
situación tan crítica, la muerte era la única alternativa posible, la única fuerza
capaz de romper las cadenas que te mantenían cautivo, desde hacía años, a un
cuerpo enfermo.
En
honor a la verdad, he de confesarte, que a pesar del terrible sufrimiento que
me produjo tu pérdida, en cierto modo, me reconfortó la idea de pensar que ahora por fin, eras libre y descansabas en paz, para siempre, lejos del dolor, el sufrimiento, la enfermedad y sobre
todo de esos médicos inútiles e ¡hijos de puta!
Sin
embargo, por otro lado, mi corazón, roto de dolor y pena, me dictaba lo
contrario. No se resignaba a tu pérdida y lloraba desconsoladamente tu
ausencia. En ese estado de enajenación mental transitoria su única idea era
rescatarte de las garras de la muerte y devolverte a la vida <<contra viento y marea>>,
costase lo que costase. Se mostraba intransigente en todo lo concerniente a tu marcha,
no soportaba que te convirtieras en un simple recuerdo, aunque eso supusiera
alcanzar la inmortalidad, al estar presente de manera imborrable, inalterable y
permanente, en la memoria de todos los afortunados que te conocieron.
Finalmente,
como sabes, terminé por hacer caso a mi cabeza, prefiriendo asumir tu pérdida,
por dolorosa que esta fuera, a seguir teniéndote a mi lado a cualquier
precio, es decir, agonizando lentamente, día tras día y sin esperanza alguna
de recuperación.
Porque
aunque soy consciente de que una cruel enfermedad, después de minar gravemente
tu salud durante años, ha terminado por segar tu vida, arrebatándote de mi
lado, también tengo la convicción de que existe vida después de la muerte. Es evidente
que el cuerpo no sobrevive, pero estoy convencido de que sí lo hace el alma. Por
ese motivo, creo firmemente que la conexión espiritual que nos unió en vida,
también lo hará después de la muerte, a pesar de la distancia que ahora nos
separa, y así será hasta nuestro próximo reencuentro en el Más Allá.
En
cualquier caso, lo que no admite discusión es que, de una manera u otra, tu
recuerdo siempre estará conmigo, no me abandonará nunca mientras viva.
Cualquier pretexto será bienvenido para traer tu imagen a mi memoria y, revivir
de nuevo la sensación de tenerte cerca una vez más.
Pero
bueno, como no quiero aburrirte, dejaré para otro momento las reflexiones y
elucubraciones metafísicas que suscita en mi cerebro la confluencia de
tantos sucesos aciagos en tan corto espacio de tiempo.
Sin
embargo, como sé que te hará sonreír, quiero compartir contigo la principal
causa de mis desvelos el día de tu entierro, por increíble que parezca, mi mayor
preocupación era que se cumplieran rigurosamente, en modo y forma, las
ceremonias fúnebres necesarias para que el difunto, es decir, tú, alcanzaras la
felicidad eterna en el Más Allá. Puede parecerte exagerado, pero he de
confesarte que para mí, se convirtió en una verdadera obsesión. Por este motivo no quise dejar nada al azar y jugué sobre seguro, acatando escrupulosamente las
fórmulas y ceremonias propias de los rituales fúnebres, incluyendo todo el
repertorio relativo al mundo funerario: velatorio, coronas de flores, responso,
misa, etc., todo lo necesario para facilitarte el tránsito sin contratiempos,
entre el mundo terrenal y el mundo de ultratumba.
¡Pero,
ya me conoces! con la suerte que tengo, seguro que terminé “cagándola”. En fin,
para que juzgues por ti mismo, paso a relatarte, desde mi punto de vista, naturalmente, cómo se desarrollaron los acontecimientos, desde tu fuga del
hospital, hasta tu llegada al pueblo, en honor de multitudes.
Como
ya sabes, desde el hospital fuiste trasladado hasta el tanatorio, donde te
estuvimos velando y acompañando hasta la mañana del día siguiente. Delante del
pequeño y hermoso ataúd, adornado con flores, donde yacías con rostro serio,
los ojos cerrados y las manos juntas, como cinceladas en mármol, fueron
desfilando familiares, vecinos, y otras personas más o menos allegadas, que
quisieron despedirse de ti, presentándote sus respetos y dándote su último
adiós, antes de que emprendieras viaje.
A
las once y media de la mañana, iniciamos el viaje desde Madrid hacia
Robledollano, la tierra que te vio nacer, donde primero, se celebraría una misa
y, posteriormente, se depositarían tus restos (físicos) en una sepultura.
Cuando
llegamos por fin a la iglesia, aún resonaba el tañido de las campanas. Tu
nieto, Carlos, ayudado por otros familiares, se encargó de transportar el ataúd
desde el coche fúnebre hasta el interior del templo, colocándolo en la nave
central, cerca del altar mayor. Al pasar por delante de tu mujer, Isabel, se
detuvieron por unos momentos ante ella y lo bajaron para que la mujer pudiera
despedirse de ti. Cuando tú esposa vio de cerca el pequeño ataúd, se estremeció
súbitamente y empezó a agitar de manera nerviosa su cabellera blanca hacia
adelante y hacia atrás, por encima del féretro, de modo espasmódico. Las gentes
corrían de un lado para otro, como pollos sin cabeza, agitados y
desconcertados, intentando encontrar asiento en los últimos bancos vacíos de la
iglesia, mientras, los demás, ante la imposibilidad de sentarse, decidieron
permanecer de pie, rodeando el féretro, en actitud seria durante todo el
oficio. La iglesia era vieja y bastante pobre; había pocas imágenes, y la
mayoría, no tenían ornamentaciones metálicas, invitando, aún más si cabe, a la
meditación y el rezo. Durante la misa, tu esposa pareció calmarse un poco,
aunque de vez en cuando rompía en sollozos al recordarte, lentamente terminó
sumiéndose en un llanto silencioso, que trataba de ocultar cubriéndose la cara
con las manos. Más tarde, acabo por sosegarse y, permaneció inmóvil, con una
expresión compungida en el rostro y, la mirada perdida en el vacío. Después de
la epístola, mi mujer (que había quedado
relegada en segunda fila, por la falsa notoriedad de algún/a hipócrita), me
susurró de pronto al oído, que no le había gustado nada la homilía del padre
Don Domingo, a causa de sus continuos desplantes hacia el difunto, sus
comentarios fuera de lugar y sus incontables despropósitos verbales (ya conoces las excentricidades de este
personaje), pero no me contó
que además, era un perfecto miserable, mezquino y usurero. Cuando comenzaron a
cantar el himno “Osana en el cielo”,
empecé a seguirlo a media voz, mas no llegué hasta el final e inclinando lentamente
mi rostro sobre mis rodillas hasta que este quedó oculto de miradas
indiscretas, comencé a sollozar en silencio como si fuera un niño, permaneciendo
en esta posición durante un largo rato.
Más
tarde, tras finalizar la ceremonia, la gente comenzó a agolparse a nuestro
alrededor para despedirse y, a su vez, manifestarnos sus condolencias por la
pérdida sufrida, antes de dirigirse hacia sus casas. Tras estas muestras de
cariño, por parte de todos y cada uno de los presentes, el coche fúnebre, con
el féretro de nuevo en su interior, se puso en marcha camino del cementerio,
seguido por una pequeña comitiva que quiso acompañarnos hasta darte cristiana
sepultura.
Un
lugar de tránsito, sin duda, donde tu espíritu, liberado ya de un cuerpo
inanimado e inerte, iniciaría sin más demora el viaje que te permitiría
alcanzar tu destino final, el cielo. Donde supongo que, en estos momentos, te
encontrarás felizmente acompañado por tus antepasados (tus padres, tu hermano y otros familiares allegados, como Candela, que
ha terminado siguiendo tus pasos, tras una larga y dolorosa enfermedad, como
indudablemente ya sabes) y habrás comenzado a disfrutar de una existencia
en común con todos ellos, en un mundo mejor, atrás queda el pasado, con su
mundo de guerras, enfermedades y muerte, desde luego; que no quede de él ni
huella ni recuerdo en tu mente; te vas para siempre, hacia un mundo nuevo,
hacia nuevos lugares, donde reinará el amor, que desde ahora, será el faro que
alumbrará y guiará tu espíritu hacia la paz eterna y la felicidad infinita.
Después
del entierro, la gente que se había acercado hasta el cementerio, comenzó a
abandonarlo en silencio, camino de sus casas. El pueblo no estaba lejos, aproximadamente a medio kilómetro de distancia. Por un instante pensé que desde allí podría oírse el tañir de las campañas de la iglesia llamando a misa, o el
repique del reloj situado en el ayuntamiento al marcar las horas del día,
incluso es posible que también se pudiera oír al alguacil leyendo con voz
fuerte y clara el pregón diario, como si leyera desde el mismo cementerio. Esta
sensación de cercanía con el mundo real, hizo que experimentara una extraña
sensación de bienestar, pensando, sobre todo, en la reclusión y el alejamiento,
que “respiraban” los habitantes eternos
de aquel lugar.
Por
unos instantes, me dediqué, a contemplar con mayor detalle el entorno del
camposanto; los campos, las colinas, los árboles y hasta una bandada de
gorriones que, en ese momento, volaba a gran altura por un cielo azul. El día
se había vuelto claro, apacible, sin embargo, de repente, el viento que, hasta
entonces, había permanecido en calma, comenzó a soplar con fuerza, provocando
que, lentamente el cielo se fuera poblando de nubes blancas. Fue entonces,
cuando se produjo un extraño fenómeno, que atrajo poderosamente mi atención,
por un instante, me pareció distinguir, como sí, en una de aquellas nubes de
aspecto esponjoso y algodonado, comenzara a materializarse tu dulce rostro que,
surcado de pequeñas arrugas, me miraba sonriente y feliz desde las alturas,
haciéndome un guiño cómplice, como muestra de satisfacción y conformidad por tu
nuevo estatus en el reino de los cielos.
Lejos
de sobrecogerme aquella visión fantasmagórica, por el contrario, provocó en mí,
un deseo irresistible de besarla, de cubrirla de caricias, de abrazarla, y juré
con vehemencia amarla por los siglos de los siglos.
La
paz de la tierra parecía fundirse con la del cielo, era como si todos los
vínculos que conectaban ambos mundos convergieran de golpe en mi alma, y toda
ella, se estremeciera de júbilo, experimentando una desbordante sensación de
bienestar y un entusiasmo inusitado.
Sin
embargo, la alegría fue efímera, al contemplar atónito cómo mi querido
fantasma, impulsado por el viento, se puso en marcha y emprendió veloz carrera
por la dilatada y extensa bóveda celeste, alejándose cada vez más del
cementerio hasta desvanecerse ante mis ojos en las profundidades del
infinito.
Y
nunca jamás en toda mi vida podré olvidar aquella experiencia,
independientemente de que fuera real o sólo fruto de mi imaginación.
J.C
Posdata: La mayoría de las personas necesitan toda
una vida para dejar huella, sin embargo, no es tu caso, todos los
afortunados/as que han tenido la oportunidad de conocerte, dan fe, de la huella
indeleble que has dejado en sus corazones.
Tal vez, por eso, tus conversaciones pausadas, tu voz amable, tu sonrisa
sincera y tu dulce mirada se quedaron sobre la tierra, tan vivas como siempre,
como testigos imperecederos del alma profundamente compasiva, de un hombre
moralmente entusiasta, enamorado de la vida y de la gente, con un corazón
tierno y apasionado.
Dedicatoria:
A la Santa memoria de Marcelino, esposo, padre y
abuelo ejemplar, cuyo recuerdo alentará nuestras vidas, logrando recrear
nuestro espíritu en las largas horas de soledad.
No te olvidaremos nunca, ¡que sea eterna
tu memoria en nuestros corazones, ahora y siempre!
Agradecimiento:
Quiero agradecer sincera y profundamente
todas las muestras de cariño, afecto y respeto que, tanto mi familia como yo,
hemos recibido de todos vosotros, en un momento tan duro y difícil para todos.